“Existe una tribu, denominada la tribu de los etnógrafos filmadores que se creen invisibles. Con extrañas máquinas y cables eléctricos entran a una habitación donde se celebra alguna fiesta o donde un enfermo está siendo curado, o donde un muerto es llorado y se imaginan que nadie se da cuenta de su presencia o que si los ven rápidamente se olvidan de ellos. Los de afuera de la tribu, saben poco de ellos ya que sus viviendas se esconden en las selvas del Documental. Como otros documentalistas, sobreviven cazando y recolectando información. A diferencia de otros filmadores profesionales, ellos prefieren la consumición de alimentos crudos. […] Su objeto de adoración es el Dios de la Realidad cuyo enemigo de siempre es el dañino Arte. Piensan que para estar alertos contra este brujo, deben ser devotos a las prácticas conocidas como Ciencias.”
Eliot Weinberger[1]
Objetividad vs. Subjetividad. Documentación vs. Creación. Registro vs. Narración. Esta rígida división binaria propia del cine etnográfico —movido por un impulso positivista donde observación y filmación son actos que denotan no sólo conocimiento, sino también, control y poder— pronto fue puesta en entredicho por el francés Jean Rouch (1917-2004). Un autor cuya extensa filmografía, compuesta por más de un centenar de películas, se caracterizó por subvertir uno de los principios del documental clásico: hay un sujeto (director, etnógrafo) que mira, interpreta y descifra y otro sujeto (generalmente aquél que se sitúa en una alteridad radical: cultural, económica, étnica, sexual o religiosa) que es mirado, es interpretado, es descifrado. Rouch —al igual que otros cineastas como David MacDougall, Dennis O’Rourke o Trin T. Minh-Ha— no forma parte de esa “tribu de etnógrafos invisibles” que, como sugiere Weinberger, en última instancia devienen antropófagos culturales. Ingeniero de caminos de formación que, sin embargo, nunca construyó un puente, su obra se caracteriza por trazar, a través del cinematógrafo, otros vínculos posibles: entre la ciencia y el arte; y, entre el yo y el otro.
Las películas que componen esta retrospectiva son altamente representativas de un cineasta que navegó, a contracorriente, entre dos aguas: ficción y documental, realidad e imaginario, observación y puesta en escena, tensando los límites del cine etnográfico (no en vano él denominaba a sus filmes “etnoficciones”) y convirtiéndose en un autor que prefigura muchos de los tropos estilísticos de la modernidad cinematográfica. La improvisación como guía directriz del rodaje, las narraciones laxas, la visibilidad del aparato cinematográfico, la temporalidad dramática afín al tiempo de lo vivido y la importancia del cuerpo singular del actor —el suyo es un cine que escruta los rasgos, la gestualidad y el habla— son aspectos presentes en el corpus fílmico que aquí se rescata. Puede que sea el más conocido, pero también es el más rupturista: Jaguar (1954-1967), Los amos locos (Les maîtres fous, 1955), Yo, un negro (Moi, un noir, 1958) y La pirámide humana (La pyramide humaine, 1959) constituyen una serie o un ciclo con el que el cineasta francés modificó de forma decisiva los parámetros del documental y del cine etnográfico a través de un juego perpetuo de máscaras y de proyecciones ficcionales.
Esta retrospectiva se acerca a sus primeros filmes rodados en África, y de forma certera, lo hace junto a la obra de otro cineasta radical como René Vautier (1928), a quien se dedica una sesión. Si, desde una perspectiva etnográfica, Rouch es clave a la hora de presentar otra mirada sobre el continente, alejada de las primeras representaciones distanciadas, exóticas y unidimensionales de sus tribus y pueblos, Vautier destaca como uno de los primeros directores franceses que articuló un discurso crítico sobre la situación de las colonias francesas en África, hasta el punto que su postura le costó no sólo la censura sino también la cárcel. Si en Rouch podemos reconocer un impulso humanista y fraternal, en Vautier impera la voluntad política y contra-informativa: dar la palabra a los otros, crear flujos (o contra-flujos) de conocimiento que erosionan los discursos hegemónicos. En ambos casos, la palabra —hablada o puesta en escena— ocupa un lugar central a la hora de establecer nuevas relaciones cinematográficas con la alteridad y la subalternidad.
París, año cero
No obstante, comprender las verdaderas dimensiones de la obra Rouch —uno de los grandes, pese al carácter marginal, off-cinema, que siempre tuvo su obra— implica también alejarse por un momento de África y recalar en otra tribu que, por aquel entonces, todavía no había sido explorada: la sociedad francesa. En 1960, Marceline Loridan recorría las calles de París empuñando un micrófono y lanzando a los viandantes escogidos al azar una pregunta tan aparentemente ingenua como esencial: “¿Es usted feliz?” Por primera vez, las voces de los obreros, las amas de casa, los estudiantes, los inmigrantes y las de una cierta intelligentsia quedaban registradas en directo a través de un novedoso método de cine participativo que acababa configurando un gran fresco sociológico: Crónica de un verano (Chronique d’un été), co-dirigido con Edgar Morin. En opinión de este sociólogo, se trataba de un filme etnológico y existencialista puesto que se proponía investigar un asunto que atañía profundamente al ser humano y porque las personas que participaban en el proyecto se podían implicar emocionalmente en él. La cámara de Rouch y Morin auscultó a la mujer y al hombre contemporáneo captando un claro palpitar: la desazón latente en sus pensamientos y sentimientos que anticipa el desencanto sesentayochista. El tedio cotidiano, el trabajo como condena, el amor como única y posible redención son motivos recurrentes en el relato. Crónica de un verano no está muy lejos del sentir de un Bernardo Bertolucci (Antes de la revolución/Prima della rivoluzione, 1964) o de un Jean Eustache (La mamá y la puta/La maman et la putain, 1973) y, como buena parte del nuevo cine de la época, es una gran película sobre el malestar.
Pero la importancia de Crónica de un verano radica en su carácter fundacional, al inaugurar la corriente del cinéma vérité —un etiqueta deudora de Dziga Vertov con la que Jean Rouch presentaba al principio de la cinta un experimento fílmico altamente reflexivo— y que tuvo continuadores tan notables como Chris Marker con Le joli mai (1962) o Pier Paolo Pasolini con Comizi d’amore (1965). La película, deliberadamente híbrida, conserva una vigencia radical: no sólo por acoger en su seno formas claves del documental contemporáneo como pueden ser el ensayo y la digresión o el ímpetu confesional propio de los filmes en primera persona, sino por evidenciar el papel activo que ocupa la cámara como instrumento de mediación. Concebida como un agente catalizador, la cámara devino una suerte de fórceps a través del cual emergieron los recuerdos más dolorosos o los sentimientos más profundos de los personajes. La infancia en un campo de concentración invocada por Marceline Loridian en un solitario deambular; el individualismo y la alineación que agrietan las promesas del bienestar capitalista expuestas por Angelo a un inmigrante africano, Landry, en una relación amistosa propiciada por y para el filme, son tan sólo algunas de sus sublimes secuencias.
Y es que, frente a los etnógrafos invisibles devotos de la objetividad, para Jean Rouch, la visibilidad de la cámara favorecía asimismo la visibilización de una cierta verdad. Y es esta la contradicción que sustentó su método. Como certeramente observó el historiador americano Eric Barnouw, el cinéma vérité respondía a una paradoja: la paradoja de que circunstancias artificiales pueden hacer salir a la superficie verdades ocultas.[2] Lejos de dificultar el conocimiento, la cámara lo alentaba, aunque fuera —y no puede ser de otro modo— de forma parcial, tentativa e inestable. O como expresó el propio director: “Por su puesto, la cámara deforma, pero no desde el momento en que se convierte en cómplice. Entonces, es posible hacer algo que sería imposible si no estuviera la cámara delante: ésta se convierte en una suerte de estimulante psicoanalítico que permite a la gente hacer cosas que no harían de otra forma”.
Es así como emerge la noción de “cine-verdad”. No se trata de una verdad objetiva, que está ahí fuera —tal y como, también a principios de los sesenta, propugnaban los cineastas que al otro lado del atlántico instauraban el cine directo—, sino una verdad inducida por y para la cámara: un cine-encuentro. De ahí la alusión a Vertov y su kino-pravda, puesto que ambos cineastas concebían el cinematógrafo como una herramienta analítica. Para Vertov, el cine-ojo eran los procedimientos cinematográficos —registro y montaje— que permitían hacer visible lo visible, límpido lo difuso, evidente lo que está oculto, manifiesto lo escondido. De forma similar, para Rouch el dispositivo fílmico podía desvelar una realidad inasible, oculta a nuestros ojos. Además, en su penúltima escena, y en clara rima con el final meta-cinematográfico de El hombre de la cámara que Rouch ya había empleado en otros filmes como La pirámide humana, los protagonistas de Crónica de un verano evaluaban su propia representación fílmica y debatían cuestiones clave de la lógica documental: la verdad o falsedad de los testimonios recogidos, lo auténtico o impostado de los sentimientos expresados… En definitiva, examinaban un aspecto consustancial al cine de no ficción: el componente de actuación y subjetividad —a ambos lados de la cámara— que preside todo documental, al tiempo que reflexionaban sobre la dimensión ética de la filmación. Crónica de un verano puede leerse también como la respuesta tentativa a la pregunta que el propio filme plantea: “¿cómo puede una representación ser adecuada a aquello que representa?”[3].
La importancia del discurso oral en Crónica de un verano no se puede entender sin los avances tecnológicos de finales de los cincuenta y en el que Rouch se involucró de forma activa. Su primer filme, Los amos locos, se había realizado con una cámara que sólo tenía autonomía de 25 segundos, lo que impedía rodar en continuidad, articular planos secuencia, capturar el desarrollo completo de la acción. Para paliar estas carencias, tanto Rouch como Morin trabajaron con el célebre director de fotografía Raoul Coutard en el desarrollo de una nueva cámara Eclair de 16 mm, más ligera y con un chasis para una película de diez minutos de duración. Mientras, el desarrollo en paralelo del sonido sincrónico, la invención del Nagra y del micro de corbata, permitieron registrar la palabra vivida en su espontaneidad. La cámara portátil y liviana, ahora un cine-ojo-oído, permitió a Rouch penetrar profundamente en la vida de los sujetos que estaba filmando y replegarse a su compás; observándoles, interpelándoles y escuchándoles; dialogando con ellos y caminando junto a ellos. Este método, la filmación cuerpo a cuerpo ya explorada en sus cintas etnográficas, tuvo una amplia repercusión en la gramática fílmica contemporánea, especialmente entre aquellos autores de la modernidad que comenzaban a re-descubrir el cine como un trabajo en bruto sobre lo real. Un documentalista como Johan Van der Keuken recordaba así la influencia del director francés en su trabajo: “Cuando llegaron las películas de Jean Rouch, como Les maîtres fous y sobre todo Moi, un noir, fue un choque. De golpe, la idea de un sintaxis cinematográfica, sobre la que yo tenía dudas, fue sustituida por una sintaxis del cuerpo, que dictaba la imagen y el sonido”[4]
Rouch exploró todo tipo de relaciones que podía generar la cámara. Ésta podía ser un agente catalizador con un efecto catártico y confesional; podía acelerar una crisis que ya estaba latente (como ocurría en sus filmes africanos sobre rituales de posesión: Los amos locos o Les tambours d’avant Tourou et Bitti, 1972); o podía servir para suscitar historias improvisadas, inspiradas en la realidad pero que incluían elementos ficticios (sus etnoficciones) proponiendo un juego especular entre realidad e imaginario.
El hombre imaginario
Desde una perspectiva actual, lo más significativo de los primeros filmes de Rouch es cómo éstos se anticipan a ciertas la posiciones posmodernas que, desde la misma etnografía, han criticado las convenciones en torno a la objetividad y la verdad documental, puesto que, en última instancia, éstas perpetúan la tradicional concepción dual y jerárquica del mundo propia del pensamiento occidental: la división cartesiana entre cuerpo y mente, entre una realidad exterior y una interior, entre los sujetos filmados (objetos de la filmación) y los espectadores (sujetos de la percepción)[5]. Frente a esta lógica, el trabajo del francés resulta ejemplar a la hora de proponer una concepción más fluida de la realidad tratando de aprehenderla no sólo en sus aspectos materiales (o estrictamente observables), sino también en su dimensión subjetiva y afectiva, desde una posición dialéctica. Por un lado, sus películas reflejan el significado personal que tenían las acciones para los sujetos que filmaba. Por otro, y de forma inversa, exploran cómo las representaciones culturales se habían infiltrado en sus pensamientos más profundos, modulando su subjetividad y sus deseos. En las películas que componen este ciclo conviven, a través de complejas técnicas de puesta en escena, el universo material y el simbólico.
Jaguar narra el periplo de tres jóvenes nigerianos Lam, Illo y Damouré hacia Ghana en busca de fortuna. El filme supuso un ensayo ficcionado de lo que sería más tarde Moi un noir, una historia más arraigada en la realidad que ponía en escena la vida de tres jóvenes nigerianos emigrantes en Costa de Marfil. La representación escénica brindó a los protagonistas la posibilidad de enunciar no solo sus condiciones de vida, aspiraciones y sentimientos, sino también sus fantasías. En La pirámide humana, Rouch recurrió todavía más a la puesta en escena, creando situaciones ficticias previamente pautadas con sus personajes, los alumnos de un liceo francés de Abiyán. Su propósito, como explica en la secuencia de apertura, era mostrar cómo africanos y europeos podían llegar a tratarse y convivir. La realización del filme, por tanto, pone entre paréntesis la segregación racial inicial y se convierte en el detonante de una amistad que hasta aquel momento había sido imposible. La pirámide humana es un filme singular que pretende convertir la ficción en realidad. Es una cinta que se enuncia en condicional (que pasaría sí), sin que ello suponga la omisión de los conflictos, prejuicios y dificultades propias de las diferencias culturales, raciales y de clase existentes entre ambos grupos de adolescentes. Acaloradas discusiones políticas, fiestas juveniles, coqueteos malinterpretados, clases de francés y baños en la playa se suceden, bajo una premisa dramática, hasta desembocar en un trágico (e impostado) final.
Con estas tres obras, Rouch fue pionero a la hora de articular una serie de películas en la que sus actores son, simultáneamente, sus primeros espectadores, entregándose a un juego de relectura, de interpretación y de improvisación libre que complica el sentido de unas imágenes previamente fabuladas y que, en ocasiones, son explícitamente oníricas, como sucede con la boda interracial que se pone en escena en La pirámide humana o en el combate de boxeo de Moi, un noir; dos secuencias clave que, en su afán por visualizar los sueños, desafían de forma radical el principio de materialidad que rige el cine documental. Sin embargo, las estrategias reflexivas empleadas en ambas películas difieren notablemente. Si en La pirámide humana los actores asisten, como más tarde ocurriría también en Crónica de un verano, a la proyección del filme; en Moi, un noir, se incluye a posteriori una narración enunciada por los propios actores. Y es precisamente este desfase entre acción y relato, entre imagen y palabra, el que convierte a Moi, un noir en una de las más fascinantes historias cinematográficas que un hombre imaginario haya podido relatar sobre sí mismo.
El filme se centra en la vida de varios jóvenes africanos, inmigrantes nigerianos, que han llegado a Costa de Marfil en busca de trabajo. El escenario es Treichville, un barrio periférico, un enjambre arquitectónico de inspiración lecorbusiana creado bajo el signo del desarrollo colonial, y ajeno a otros distritos de Abiyán destinados a las clases altas, aquellos donde, según uno de los protagonistas, los más afortunados se encuentran “incluso cerca de Dios porque viven en edificios de 12 pisos”. La película nos sitúa así en una urbe anclada entre la tradición y la modernidad, el Islam y el catolicismo, las danzas tradicionales y el alcohol, por la que pulularán varios jóvenes “que se abandonan a los ídolos del cine y del boxeo”, como explica el documentalista en la narración. Ellos son Eddie Costantine y Edward G. Robison —a través de los cuales, conoceremos también a Tarzán y a Dorothie Lamour—, unos hombres que han aceptado el juego propuesto por Rouch consistente en “interpretar su propio papel” y a quienes la pantalla cinematográfica devuelve una imagen posible de sí mismos. A diferencia del método empleado en Crónica de un verano, donde se partía de la premisa de que, con el paso del tiempo y gracias la confianza generada durante el rodaje, los personajes acababan por despojarse de sus máscaras revelando su yo auténtico, aquí se trata precisamente de lo contrario: construir un yo ficticio que permita vislumbrar los aspectos más profundos de la existencia. “La película se convertía en el espejo donde podían descubrirse a sí mismos”, señalaba Rouch en el documental.
Realizada cuando todavía era dificultoso la captación sincrónica del sonido, Moi,, un noir se sustenta en el hiato existente entre el registro de una acción previamente construida para cámara —y la escena de la detención de Eddie Constantine da buena cuenta de las altas dosis de ficción que contiene el experimento— y la fase de posproducción donde, los mismos personajes son invitados a verse a sí mismos y a elaborar un segundo relato años después del rodaje. Surge así una palabra de estatus inestable que oscila entre lo factible, lo posible y lo imaginado. Una palabra que en ocasiones responde de forma literal a las acciones representadas y que, otras veces, agrieta su superficie para evidenciar los anhelos de los protagonistas, ya sea seducir a las mujeres más bellas (y, significativamente, el bar donde transcurre la noche del sábado se llama La Esperanza) o pronunciar deseos no verbalizados en su momento (“¿Hacemos el amor?”). Algunos de los momentos más bellos transcurren precisamente durante el fin de semana: “el sábado cuando todo es posible (…), el domingo cuando se intenta que los sueños de la vigilia se hagan realidad”, como señala el comentario.
Moi un noir es una película que no se propone informar sobre la vida de esos jóvenes nigerianos, sino sentir como ellos. Y su sensibilidad no resulta ajena a la del espectador occidental contemporáneo. Tanto sus apodos como sus autoficciones son sumamente reveladores de un imaginario universal procedente de la cultura popular, que ha penetrado en África a través de las películas de Hollywood, y que configura diversos modelos identitarios como los gansters, los detectives o los boxeadores. Edward G. Robinson, Eddie Constantine o Dorothy Lamour —y otros personajes de la obra de Rouch—, guardan significativos ecos visuales y vitales con otros caracteres que deambulan por el cine de la modernidad. Pensamos en el gesto insolente de Damouré Zika en Jaguar, su forma altiva de fumar claramente reconocible en el Belmondo de À bout de souffle (Jean-Luc Godard, 1960) o en el vagabundeo callejero que concentra buena parte del metraje de Moi, un noir y fundamental, por ejemplo, en el primer Cassavetes (Shadows, 1959). Sin embargo, pese a su carácter de anti-héroes, dado el abismo que media entre sus sueños y sus logros, si algo define a los personajes de Rouch es que, finalmente, su tedio no deviene hastío. Y así, pese a enunciarse como un lamento, de las últimas palabras que Edward G. Robinson pronuncia en Moi, un noir emana un profundo vitalismo, una sensación de aventura: “¡Qué complicada es la vida!”
La pirámide humana es un filme que también transita por ciertos intersticios cinematográficos. Esta vez no los que se pueden generar entre la imagen y el sonido, sino los existentes entre lo rodado y el rodaje, entre la película y su realización De hecho, como al final señala el director, el interés de su experimento ficcional no se reduce a explorar lo que pasa en la película, sino también alrededor de la película. En este sentido, y salvando las distancias discursivas, el método de Jean Rouch anticipa algunos de los postulados de la etnografía de corte poscolonial, una de cuyas máximas sería expuesta por la cineasta vietnamita Trihn T. Minh-Ha en Reassemblage (1983): “hacer un filme no acerca de otros, sino cerca de otros”. Gracias a su personal concepción del trabajo de campo, Rouch a finales de los cincuenta ya afrontó muchos de los temas que serían abordados por los antropólogos tres décadas después: la fragmentación de la sociedad poscolonial, el imperialismo inherente al discurso científico y la de-construcción de la tradicional oposición entre ficción y no ficción. Así la vigencia y ejemplaridad de su cine radica en su carácter reflexivo: en el margen de control que cede a los actores sociales para que sean éstos quienes decidan y cuestionen cómo son retratados; en el pacto de lectura, abierto a los entresijos de la producción, que establece con el público; y en la concepción de la película como un proceso activo con repercusiones en la realidad social. Este “hacer un filme cerca de otros”, en el caso de Jean Rouch, también tiene que ver con una forma de entender la práctica fílmica como un proceso colaborativo. Como resume Noemí García, “su manera de practicar la antropología-cinematográfica se situaba en la línea de la cámara participante de Flaherty, que propugnaba como método la participación de las personas representadas, la convivencia y la intervención. (…) Rouch anticipó que el desarrollo de la cámara participante supondría la transferencia de los medios tecnológicos a manos de quienes hasta entonces estaban delante de la cámara para que el etnólogo no tuviera el monopolio de la observación”[6] El director francés, siempre que fue posible, colaboró con nativos para realizar sus obras, de forma que su trabajo contribuyó a introducir la tecnología cinematográfica en un continente que todavía carecía de una escuela de cine. Así, por ejemplo, Damouré Zika (uno de los protagonistas de Jaguar, que posteriormente también participaría en filmes como Petit à Petit de 1971 o Cocorico Monsieur Poulet de 1974) fue el sonidista de Los amos locos. Mientras que otros realizadores africanos como Moustapha Alassane o Oumarou Ganda que, también trabajaron alguna vez como actores en sus filmes, continuaron posteriormente haciendo cine con sus propios métodos y con notables resultados.
Trance, parodia y tabú
Pese a su carácter marcadamente etnográfico, Los amos locos es un filme que sigue participando de la lógica de la narración en un sentido clásico. Si bien su articulación formal impide catalogarla como una etnoficción —estamos ante un ejemplo de su cine-trance— el ritual de posesión que registra el filme, y la transfiguración o revelación que vehicula la ceremonia, no está en absoluto alejado de la catarsis aristotélica y de sus efectos: la depuración, la iluminación, y en cierta forma, la restauración. Su carácter terapéutico es revelado por el propio director al final de la cinta, cuando explica que la cruenta subversión temporal de los roles (colonizador y colonizado) de la que ha sido testigo el espectador emerge como un respuesta simbólica que permite a sus participantes sobrellevar la opresión real que experimentan en su vida cotidiana.
Los amos locos documenta un ritual de posesión de los Hauka, una secta religiosa dominante en el África occidental y cuyos miembros eran, por lo general, inmigrantes rurales de Níger que habían llegado a ciudades como Accra (la capital de la actual Ghana) para trabajar como jornaleros en los aserraderos de la ciudad o como estibadores en los muelles y en las minas. La voz en off del propio Rouch —incluida a posteriori a consecuencia del escándalo suscitado por la crudeza de sus imágenes en la primera proyección pública del filme en Francia— ofrece el marco descriptivo y analítico que da las claves mínimas para comprender un ceremonial donde los colonizados escenifican el papel de los colonizadores, evidenciando la violencia que implica esta relación. En el ritual, los Hauka invocan a los espíritus asociados a los poderes coloniales occidentales, el progreso maquinista (a través de un participante que representa una locomotora) y el dominio militar (mediante una parodia de las marchas del ejército británico), representando, al mismo tiempo, diferentes personalidades claves en esta estructura de dominación: el gobernador general, la mujer del médico, el cabo de guardia o un comandante calificado como “malvado”. Pese al abismo cultural que nos impide apreciar todos los matices de la ceremonia, en el filme queda patente su sentido reparador o corrector. La subversión de roles se presenta como una forma de empoderamiento, donde la teatralización de las fuerzas que ostentan el poder se convierte en una estrategia a partir de la cual, por su exceso e histrionismo, éste queda reducido a sus aspectos más superficiales y fetichistas. Y de hecho, Rouch incluye en el montaje, a modo de contrapunto, el plano de otra ceremonia propia de las fuerzas coloniales, otra puesta en escena del poder como es un desfile de las tropas británicas. Pero, quizás, lo más llamativo del ritual es observar cómo la subversión y la apropiación no resulta suficientes para desafiar simbólicamente la dominación colonial, sino que también es necesaria la trasgresión y el tabú. En la ceremonia, los Haikus beben la sangre de un perro, para demostrar así su carácter “supra-humano”.
La representación de las relaciones asimétricas de poder en un contexto colonialista que aquí se explicita es, no obstante, una preocupación que atraviesa todo el cine de Jean Rouch. Su profundo conocimiento de África y, sus constantes colaboraciones con amigos del continente, inclinaron a Jean Rouch a concebir el proceso de descolonización en unos términos que no fueron los de una ruptura total, y una película que aboga por el entendimiento mutuo como La pirámide humana resulta paradigmática de su ideario y agenda política. A través del cine, Rouch trató de tender puentes y generar diálogos —entre las distintas facetas del sujeto, entre el yo y el otro—, convirtiéndose en una rara avis, en el miembro fundador de la tribu de los etnógrafos visibles, aquellos que además no temían invocar a una deidad llamaba “Arte”.
[Texto originalmente publicado en el catálogo del Festival Mediafest 2010]
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[1] Eliot Weinberger, “The camera people” en Lucien Taylor (ed.) Visualizing theory: selected essays from V.A.R., 1990-1994 (Londres: Routledge, 1994)
[2] Erik Barnouw, El documental. Historia y estilo, (Barcelona, Gedisa, 2002)
[3] Noemí García Díaz, “Jean Rouch. Crónica de un ‘cine de verdad’”, en Maria Luisa Ortega y Noemí García Díaz (eds.), Cine Directo. Reflexiones en torno a un concepto (Madrid: T&B editores, 2008)
[4] Citado por Cristóbal Fernández, “Johan Van der Keuken. La imagen-cuerpo”, en ibidem. La cursiva es nuestra. Por otra parte, la influencia de Rouch no sólo es perceptible en el documental, sino también en todos los cineastas de la Nouvelle Vague. Así en una entrevista, el director francés Jacques Rivette aseveró: “Jean Rouch es el motor de todo el cine francés de los últimos diez años, aunque poca gente lo sepa. Jean-Luc ha salido de Rouch. De algún modo, Rouch es más importante que Godard en la evolución del cine francés. Godard va en una dirección que vale sólo para él, que desde mi punto de vista no es ejemplar. Mientras que todos los filmes de Rouch son ejemplares, incluso los fallidos”. J. Aumont, J-L. Comolli, J. Narbobi, S. Pierre: “Le temps déborde. Entretien avec Jacques Rivette” en Cahiers du Cinéma nº 204, septiembre 1968.
[5] Catherine Russell, Experimental Ethnography. The Work of Film in the Age of Video (Londres: Duke University Press, 1999)
[6] Noemí García Díez, op. cit.